Como ya conté en otro post soy tremendamente torpona. Como un elefante
en una cacharrería. Esto no es nuevo. Cuando yo tenía seis o siete años mi
madre empezó a inquietarse con el tema y decidió, aconsejada no sé por qué
mente enferma, que me apuntara a clases de danza. El ballet me daría
coordinación, elegancia en el andar y gracilidad de movimientos, cosas que a todas luces me faltaban. Las clases eran en mi propio colegio, justo
después de comer. Tengo un recuerdo vago de aquello. Una sala grande y oscura, una profesora bastante
chillona y un par de niñas que destacaban sobre las demás. Una de ellas se
llamaba, o se hacía llamar, Manola. Cágate lorito. ¿Cómo una niña tan pequeña
puede ponerse ya un nombre artístico tan sofisticado? Debe ser que Manuela
sonaba basto. Hasta que Alejandro Sanz le puso ese nombre a su hija, era así.
Manola era la primera bailarina. Era morena, con el pelo largo y liso, alta,
elegante y estilizada a más no poder. Le
sentaban las mallas, el moño y el tutú como a nadie.
Andaba sobre las puntas con más naturalidad que yo con unas katiuscas y
mientras ella practicaba unos saltos y unos giros de vértigo, las demás nos
pasábamos horas apoyadas en la barra y estirando y flexionando rodillas y
brazo al unísono. Pliés, creo que se
llamaban aquellos movimientos tan aburridos.
El caso es que yo estaba hasta los mismísimos de aquellas clases, para
mí eran una tortura y rezaba cada noche para que se cumpliera mi mayor deseo: tener una lesión tan grave que me
retirara de los escenarios para siempre. Pero ¿cómo se puede una lesionar
haciendo sólo pliés? Imposible. Descartada
esa opción y barajando continuamente otras alternativas, llegó Junio. La
profesora nos comunicó que en la fiesta de final de curso haríamos una representación con un tema muy
bonito: la Naturaleza. Un baile en el
que cada una de las niñas (no he mencionado que en mi colegio no había niños, ¿verdad?)
representaríamos un papel relacionado
con ese poético tema. Mientras se repartían los papeles, sentada en una esquina
de la sala yo cerraba los ojos suplicando “Que
me toque el árbol, que me toque el árbol”. A Manola le tocó la mariposa. Era
el papel protagonista. Después se repartieron los demás: Creo que había
pajaritos, flores, conejos, ratoncitos… A mí, queridos lectores, me tocó el
escarabajo pelotero. Sí, sí, ese escarabajo grande y gordo que transporta de
aquí para allá una bola enorme de excrementos. No consigo recordar nada más.
Debe ser cierto que el cerebro humano puede sufrir una amnesia postraumática para olvidar las cosas negativas. Imagino que me resigné
e hice lo que pude. No sé cómo era el
traje que llevaba ni si la bola de excrementos era
de poliespan o de cartón. Ni siquiera recuerdo haber llegado a bailar. A lo
mejor tuve suerte y me lesioné. Sólo recuerdo que al año siguiente y como
regalo de Comunión, le pedí a mi madre que me borrara de las clases de danza y
que me apuntara a una academia de Inglés. En el cole dábamos francés y creía que
me podían resultar útiles. Fijaos qué sensata era yo por aquel entonces.
A día de hoy chapurreo un inglés bastante decente (ejem, ejem) que me
sirve para defenderme cuando me voy por ahí de vacaciones y para alguna cosilla
más. No bailo bien, pero tampoco mal. Lo
justo para pasar desapercibida en las bodas y en algún otro evento. Eso sí, si me desenfreno un poco en la pista y
despliego los brazos o muevo las caderas frenéticamente, fijo que tiro algo y
lo rompo.
Hace poco oí contar a la modelo Nieves
Álvarez una anécdota parecida. Su madre la obligaba a tomar clases de danza
porque era una niña muy desgarbada. Por alguna misteriosa razón a ella sí le
funcionó la estrategia. Yo aún tengo pesadillas con la danza, con los pliés y
con los escarabajos peloteros.
Bastante bien he salido con el trauma tan gordo con
el que crecí.
ROSA
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