Tengo una teoría: Ser madre te vuelve gilipollas. Esto no es demasiado malo, otra
gente se vuelve gilipollas con cosas de mucha menos entidad como el
Sálvame, la liga de Champiñones o el Candy Crash. Seguramente la
Universidad de Wisconsin (o la de Massachusetts mismamente) coge mi teoría y me la
destripa pero yo lo puedo asegurar porque lo estoy viviendo desde
dentro, desde el mismísimo meollo del asunto. Lo más impactante es que se pierde totalmente la objetividad, estaréis de acuerdo conmigo. Todas
las mamás piensan que su hijo es el más guapo. Reconocen que es
flaco, gordo, alto o bajo porque para eso los pediatras crearon esa
tabla maldita de los percentiles pero, como la belleza no se mide y
es tan subjetiva, todas piensan que el suyo es el más guapo entre
los guapos y a ver quién es el valiente que les lleva la contraria. Ni que decir tiene que su churumbel también es el más listo y si por una desafortunada coincidencia da
muestras de que no lo es, se encuentra una justificación en menos que pía un pollo. Como yo, que cuando me dicen que mi niño va retrasado
en el lenguaje replico rápidamente diciendo que anduvo muy pronto.
Tonta de mí, como si lo uno compensara lo otro. Así me consuelo y así demuestro
que mi teoría es cierta: Estoy gilipollas.
Una de las cosas más
bonitas de ser madre es descubrirle a tu hijo la magia de las cosas
pequeñas. Te pones en “modo Peter Pan” y revives con él las
cosas chulas de tu infancia. Disfruto mucho cuando veo cómo M. juega con una
linterna bajo las sábanas (igual que hacía yo), cómo presume de un reloj pintado a boli
en su muñeca, (igual que hacía yo), o cómo se lo pasa pipa saltando sobre los charcos (esto no, que no me dejaban). Pocas
cosas hay más molonas que eso.
Nos encantó a los dos.
¿No es de una ternura infinita?
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