lunes, 2 de diciembre de 2013

TUTÚS Y PLIÉS. UNA HISTORIA REAL COMO LA VIDA MISMA.

   Como ya conté en otro post soy tremendamente torpona. Como un elefante en una cacharrería. Esto no es nuevo. Cuando yo tenía seis o siete años mi madre empezó a inquietarse con el tema y decidió, aconsejada no sé por qué mente enferma, que me apuntara a clases de danza. El ballet me daría coordinación, elegancia en el andar y gracilidad de movimientos, cosas  que a todas luces me faltaban.  Las clases eran en mi propio colegio, justo después de comer. Tengo un recuerdo vago de aquello. Una sala grande y oscura, una profesora bastante chillona y un par de niñas que destacaban sobre las demás. Una de ellas se llamaba, o se hacía llamar, Manola. Cágate lorito. ¿Cómo una niña tan pequeña puede ponerse ya un nombre artístico tan sofisticado? Debe ser que Manuela sonaba basto. Hasta que Alejandro Sanz le puso ese nombre a su hija, era así. 


   Manola era la primera bailarina. Era morena, con el pelo largo y liso, alta, elegante y  estilizada a más no poder. Le sentaban las mallas, el moño y el tutú como a nadie.  Andaba sobre las puntas con más naturalidad que yo con unas katiuscas y mientras ella practicaba unos saltos y unos giros de vértigo, las demás nos pasábamos horas apoyadas en la barra y estirando y flexionando rodillas y brazo al unísono.  Pliés, creo que se llamaban aquellos movimientos tan aburridos.

   El caso es que yo estaba hasta los mismísimos de aquellas clases, para mí eran una tortura y rezaba cada noche para que se cumpliera mi mayor deseo: tener una lesión tan grave que me retirara de los escenarios para siempre. Pero ¿cómo se puede una lesionar haciendo sólo pliés?  Imposible. Descartada esa opción y barajando continuamente otras alternativas, llegó Junio. La profesora nos comunicó que en la fiesta de final de curso  haríamos una representación con un tema muy bonito:  la Naturaleza. Un baile en el que cada una de las niñas (no he mencionado que en mi colegio no había niños, ¿verdad?) representaríamos  un papel relacionado con ese poético tema. Mientras se repartían los papeles, sentada en una esquina de la sala yo cerraba los ojos suplicando “Que me toque el árbol, que me toque el árbol”. A Manola le tocó la mariposa. Era el papel protagonista. Después se repartieron los demás: Creo que había pajaritos, flores, conejos, ratoncitos… A mí, queridos lectores, me tocó el escarabajo pelotero. Sí, sí, ese escarabajo grande y gordo que transporta de aquí para allá una bola enorme de excrementos. No consigo recordar nada más. Debe ser cierto que el cerebro humano puede sufrir una amnesia postraumática para olvidar las cosas negativas.  Imagino que me resigné e hice lo que pude.  No sé cómo era el traje que llevaba ni  si la bola de excrementos era de poliespan o de cartón. Ni siquiera recuerdo haber llegado a bailar. A lo mejor tuve suerte y me lesioné. Sólo recuerdo que al año siguiente y como regalo de Comunión, le pedí a mi madre que me borrara de las clases de danza y que me apuntara a una academia de Inglés. En el cole dábamos francés y creía que me podían resultar útiles. Fijaos qué sensata era yo por aquel entonces.  



   A día de hoy chapurreo un inglés bastante decente (ejem, ejem) que me sirve para defenderme cuando me voy por ahí de vacaciones y para alguna cosilla más.  No bailo bien, pero tampoco mal. Lo justo para pasar desapercibida en las bodas y en algún otro evento.  Eso sí, si me desenfreno un poco en la pista y despliego los brazos o muevo las caderas frenéticamente, fijo que tiro algo y lo rompo.

    Hace poco oí contar a la modelo Nieves Álvarez una anécdota parecida. Su madre la obligaba a tomar clases de danza porque era una niña muy desgarbada. Por alguna misteriosa razón a ella sí le funcionó la estrategia. Yo aún tengo pesadillas con la danza, con los pliés y con los escarabajos peloteros. 

    Bastante bien he salido con el trauma tan gordo con el que crecí.


ROSA







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